Chirría quejumbroso el ceprén al alba blanca de una tibia mañana de junio, Isidro se remanga la camisa de tergal azul y tira con premura de la áspera percha, sumerge el pozal de hojalata en las aguas mansas de la balsa, que gorgotea como un buzo, el contrapeso de piedra arenisca como en un balancín hace palanca y eleva el cubo hasta la tierra sedienta. Las lechugas, los pimientos, los tomates…, gozosos, beben con fruición el agua cantarina.
– ¡Hay que regar a la misma hora! A las plantas como a las personas hay que mantenerles el horario del rancho – espeta Isidro sonriente, que luce en sus piernas una epidermis blanca como la nieve, que contrasta con su rostro y brazos atezados, solo se pone pantalones cortos para regar.
La rana desde la orilla de la poza, que lo mira melancólica con ojos saltones bajo sus cejas doradas, con la que ya ha adquirido una cierta camaradería silenciosa, al verse angostada la alberca retrocede como un cangrejo en la playa mar adentro, hasta que el manantial gota a gota colma de nuevo la balsa y la rana eufórica vuelve a croar en su renovada casita líquida.
Isidro tal como hizo su abuelo, su bisabuelo…, construyó en el talud del ribazo de la huerta un balancín, sin más herramientas que una barrena de sesenta milímetros, una “estral”, dos troncos de roble, una barra de hierro oxidada que hacía las veces de eje y sin más conocimientos que los que adquirió en la universidad de la vida, nunca tuvo entre las encallecidas yemas de sus dedos un libro de física, que le aleccionase sobre la ley de la palanca. Su aula fue el huerto por regar, su pupitre la tierra sazonada, su pluma la azada…Se respira la renovada fragancia a tierra recién regada, como el aroma de un nuevo poemario que nace en el vientre de la imprenta.
josé mariano seral
El ceprén
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