Escritos

La dalla

La dalla

La dalla

Clic, clac, clic, clac… resonaba  el sonido del eco metálico entre los pétreos muros de los pajares en las eras, a media mañana cuando ya calentaba el sol y blandía el cielo al pie de la sierra. Era Artemio, que sacaba filo a la bruñida hoja de la dalla. Media hora antes la había dejado al sol para que se templase el rígido metal. Después, la colocaba sobre la inclusa, “que era un diminuto yunque continuando una pequeña barra metálica terminada en punta, con dos salientes a media altura,  en los cuales se golpeaba para que se clavase en la superficie de la era”. Artemio, buscando la sombra, se sentaba en el suelo sobre un saco de cáñamo  plegado en cuatro dobles, pasaba una pierna por cada lado de la inclusa; se quitaba el blanco sombrero de paja, dejando al descubierto los atezados surcos arados por la vida en su frente. A continuación, cogía la hoja de la dalla y   colocaba con precisión el filo sobre el pequeñito yunque, sujetando la hoja con la mano izquierda; mientras con la derecha iba martilleando rítmicamente. La pasaba una  y otra vez. Con el dedo índice, como si estuviese tañendo la cuerda de una guitarra comprobaba el filo. Llegaba el turno de la piedra de afilar, la humedecía en el agua que llevaba en un viejo latón cilíndrico tiznado, y repetía la misma operación, la pasaba una vez y otra alternando una cara y el envés de la hoja, siempre siguiendo la misma dirección.
Una vez que había terminado, ensamblaba el corte sobre el mango de madera con la ayuda de un aro y una cuña metálica, finalmente repasaba el pequeño rastrillo que hacía que la mies quedase alineada en carreras, no todas las dallas llevaban este complemento.

Colaboración, diario del AltoAragón, sección Literatura. 24-05-15
j. mariano seral

Hacer leña

Haciendo Leña

Haciendo Leña

Los músculos de los brazos de Artemio se tensaban, brillaban bajo la fina cutícula de sudor; mientras elevaba la afilada hacha de leñador por encima de su cabeza, haciendo cumbre sobre la gorra de tela parda,  momento en el cual comenzaba su vertiginoso descenso hasta impactar el bruñido filo sobre los concéntricos aros del tronco, el cual permanecía en equilibrio vertical sobre un “zoque”; al mismo tiempo Artemio emitía un gemido que se sumaba al seco chasquido del tronco que se resquebrajaba.
La tarde anterior había cortado varias carrascas, las tenía ya troceada en troncos de treinta y cinco centímetros de longitud. Varios de ellos eran de gran diámetro. Pronto se percató que con el hacha no sería capaz de seccionarlos. Cogió el más grueso e hizo con la “estral”  una leve incisión, y a continuación colocó en la hendidura una cuña de hierro. Asió con sus curtidas manos el mazo metálico, y comenzó a martillear sobre la falca, descargando sobre ella todas sus fuerzas acompasadas de un enérgico gruñido que dirigía sus disciplinados movimientos;  el eco metálico resonaba entre las pétreas paredes del corral. Al cuarto golpe, la cuña penetró hasta las entrañas del tronco fragmentándolo en tres, saliendo disparada como un proyectil una astilla que impactó contra la puerta de chapa, que resonó con  gran estrépito.
Tras media hora de arduo trabajo, Artemio susurró entre dientes: “Haciendo leña, te calientas dos veces, una cortándola y otra en el fogaril”.

Colaboración, diario del AltoAragón, sección Literatura. 14-05-15
j. mariano seral

Las pilas de aceite

Pilas de aceite

Pilas de aceite

Artemio, tras levantar su cayado fustigando el aire, anticipando de este modo la dirección que íbamos a seguir, continuó enseñándonos su viejo caserón. Cruzamos el patio, admiramos el suelo empedrado con bonitos mosaicos, simulando una flor con sus pétalos dispuestos entorno a los estambres, cuyas teselas eran grisáceos cantos rodados del río. Abrió una puerta que tras bajar dos escalones, nos llevó hasta el cuarto  del aceite. Un angosto tragaluz dejaba en semipenumbra la estancia, unas motas de polvo remoloneaban entre los destellos de sol que se filtraban por la aspillera. Adosadas a un sólido muro de sillería se vislumbraban dos grandes pilas de piedra, cinceladas con escoplo fino. Cerradas por una recia tapa de madera de roble, sujeta a la pared por tres herrumbrosas bisagras.
Artemio con voz sosegada, nos contó que su abuelo las había cincelado en un estrato de roca arenisca que se situaba en la parte posterior de la casa, junto al huerto. Los días que no podía trabajar en el campo se dedicaba a esta labor. Primero esculpió dos cilindros de piedra, después los entró en la vivienda con la ayuda de varios vecinos y de  las caballerías  que tiraban del estirazo. Una vez asentados, vació su interior a golpe de escoplo.
Al año siguiente, comenzó a tallar una  tercera pila, pero esta la quiso terminar en el lugar de origen. Cuando ya había finalizado el trabajo, al moverla, se le agrietó en la parte inferior y la dejó abandonada junto a la veta de piedra.

Colaboración, diario del AltoAragón, sección Literatura. 10-05-15
j. mariano seral

Sembrando patatas

sembrando patatas

Sembrando patatas

Por enésima vez, Artemio, con premura volvió a roscar la cuerda en la rueda de la polea, tiró de la empuñadura con todas sus fuerzas emitiendo un aspaviento, al mismo tiempo que perdía el equilibrio y se tambaleaba. El motor de dos tiempos del viejo motocultor, tras un par de falsas explosiones se puso en funcionamiento, formándose entorno a él una nube grisácea que en pocos segundos se disipó.
Siguiendo la alineación de las márgenes, Artemio comenzó a dar vueltas arando el huerto; las fresas engullían el negro “fiemo” que había extendido la tarde anterior, mezclándolo con la tierra ocre. Mientras iba y venía, recordaba sus años de juventud cuando araba con el rusar tirado por la mula.
Una vez que terminó, cogió la “jada”, se fue a un extremo de la parcela y se puso en cuclillas, guiñando un ojo miraba la inclinación de la superficie, así cuando llegase la hora de regar el agua corriese sin dificultad. Vio que en el centro del huerto se había formado un lomo, con ayuda de la azada niveló el terreno. Al mirar atrás, vio que sus huellas habían quedado troqueladas en la tierra mullida. Se detuvo durante unos instantes y respiró el intenso aroma que desprendía la tierra recién arada.
Después, cogió una caña, e hizo dos listones de la misma longitud, que utilizó a modo de regla para medir la separación entre “vallo” y “vallo”. Ayudándose con una soga para no perder la línea recta, fue cavando los surcos en los cuales sembró las patatas con una separación de 40 centímetros. Previamente, si el tubérculo era demasiado grande lo partía en gajos, siempre buscando los incipientes brotes. Finalmente con la azada de mayor hoja aterró la simiente, formando unos “vallos” perfectamente alineados y todos de la misma anchura.
Artemio, era un buen hortelano, parecía que sembraba con escuadra y cartabón.

Colaboración, diario del AltoAragón, sección Literatura. 26-04-15
j. mariano seral

1 pensamiento en “Escritos

  1. Pingback: Colaboración Diario del AltoAragón sección literatura. 10/05/2015 | Mariano Seral

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *