Entro en el antiguo corral ajardinado de la vieja casa del pueblo, construida sillar sobre sillar, piedra sobre piedra. Una pareja de oscuras golondrinas, me dan la bienvenida con sus jubilosos trinos de soprano y sus juegos de alegres sombras chinescas. Me cuentan que acaban de llegar y que se hospedan en la majada del vecino, del señor Elías, bajan el volumen de sus trinos y en tono de confidencia me narran que, Eloísa y Gustavo, las golondrinas que se alojan en mi corral, llegarán un poco más tarde, ya que han hecho un alto en Arbaniés, para saludar a la Cigüeña y al Cuco.
Con cierta sorna les digo que me voy “volando” al olivar a podar, ellas me contestan un tanto chistosas que se van “corriendo” a deshacer las maletas y a reparar algún desconchón de sus nidos de barro.
Cuando llego al campo, mis pupilas se detienen en el ribazo donde florece una animosa mata de tomillo, cierro mis manos como si fuesen un ánfora, para atesorar los átomos de su dulzón almizcle durante unos segundos.
Hoy le ha tocado el turno al olivo más longevo, en una oquedad de su voluminoso tronco sobresalía una herradura oxidada, la he cogido con delicadeza con las yemas de mis dedos, como si fuese un pergamino de vitela del siglo XVI, al sentir su tacto acerado, por unos instantes en mi retina he visto a mi abuelo azuzando a las mulas, mientras labraba el olivar bajo el tibio sol de primavera, orgulloso de ser labrador.
j. mariano seral
La herradura oxidada
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