Marlyn era una chica endeble, su cuerpo parecía el de una bailarina de ballet, a sus veinte años malvivía con su chico, Adrián, de okupas en una casona del casco viejo que amenazaba ruina. Habían cambiado la cerraja a una desvencijada puerta de roble y habían colocado un buzón de latón con sus nombres, como si esa pequeña etiqueta manuscrita les concediese el título de propiedad. Entre los oxidados barrotes de los balcones de la segunda planta, no faltaban esas sábanas raídas que se convertían en improvisadas pancartas reivindicativas, que ondeaban al viento como la bandera de un velero: “nunca desalojareis nuestras ideas”.
Una mañana de abril vi a Marlyn con un pico al hombro, tuve la misma sensación que si viese a Anna Pavlova con la afilada herramienta sobre su maillot, Marlyn seguía a su chico, probablemente iban a hacer reformas en casa.
Un año después, ya no había pasquines en la terraza, ni siquiera estaba el buzón, en la puerta entornada permanecía pegado un retrato plastificado de Marlyn, sonriente, junto a una rosa clavada con una chincheta, bajo ella un epitafio.
j. mariano seral
Imagen: Sebastien Zanella
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