Recuerdo que cuando era niño, en las vacaciones de verano, acompañaba al atardecer cuando el sol declinaba pétalos de albahaca, a mi padre al huerto del Giscal.
Allí estaban las alineadas eras de las cebollas, de las ensaladas, de los pimientos… Yo le ayudaba a recoger las judías verdes, que trepaban por el entramado de cañas, como alpinistas en los Mallos de Riglos, amarradas con sus hilos de clorofila, recogía los tomates de suave piel, enverados, que terminaban de madurar en casa. Las sandía y melones ya eran cosa de mi padre. En las primeras una guía y la hoja más cercana eran el chivato que delataban su madurez. Los segundos requería más técnica, basada en su tacto y en el color, alguna variedad tenía un nombre de lo más rústico, melones de piel de sapo, que como una antítesis poética, rimaban en los labios con la dulzura almibarada.
Cuando llegaba la hora de regar, que tenía que ser siempre la misma, las hortalizas también eran de costumbres, la azada masticaba el barro al abrir y cerrar la “rasa”, para dirigir el agua que entraba con fruición por las rendijas de la piel de la tierra cuarteada, con un alegre murmullo quedo.
Junto a los manzanos, una perera que su fruta maduraba para San Lorenzo, aunque este año la helada tardía dejó sus pétalos escarchados.
josé mariano seral
Recuerdos de infancia
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