Cuando tan solo era un niño de cuatro añitos, recuerdo haber ido en alguna ocasión con mi papá y mi mamá a recoger manzanilla. Si el año era lluvioso, en primavera entre los verdes sembrados de cereal crecía la manzanilla, para mí era como la sonrisa del campo, con su coloristas estambres amarillos y sus frágiles pétalos blancos como la nieve, en ocasiones hacían pareja de baile con las amapolas escarlatas mecidas por la suave brisa.
Aunque yo era tan chico que en realidad poco les podía ayudar a mis padres en la recolección, más bien les entorpecía, pero todavía conservo con añoranza aquel recuerdo de su aroma dulzón cuando subía por las empinadas escaleras al granero donde la extendíamos para que se secase y luego unas semanas después separábamos con la ayuda de un cedazo, los tallos y los pétalos de los estambres. Me complacía respirar su fragancia y contemplar su cálido colorido bajo la techumbre abuhardillada.
j. mariano seral
La manzanilla
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