La dalla. Colaboración Diario Del AltoAragón 24-05-2015

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La dalla

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Clic, clac, clic, clac… resonaba el sonido del eco metálico entre los pétreos muros de los pajares en las eras, a media mañana cuando ya calentaba el sol y blandía el cielo al pie de la sierra. Era Artemio, que sacaba filo a la bruñida hoja de la dalla. Media hora antes la había dejado al sol para que se templase el rígido metal. Después, la colocaba sobre la inclusa, “que era un diminuto yunque continuando una pequeña barra metálica terminada en punta, con dos salientes a media altura, en los cuales se golpeaba para que se clavase en la superficie de la era”. Artemio, buscando la sombra, se sentaba en el suelo sobre un saco de cáñamo plegado en cuatro dobles, pasaba una pierna por cada lado de la inclusa; se quitaba el blanco sombrero de paja, dejando al descubierto los atezados surcos arados por la vida en su frente. A continuación, cogía la hoja de la dalla y colocaba con precisión el filo sobre el pequeñito yunque, sujetando la hoja con la mano izquierda; mientras con la derecha iba martilleando rítmicamente. La pasaba una y otra vez. Con el dedo índice, como si estuviese tañendo la cuerda de una guitarra comprobaba el filo. Llegaba el turno de la piedra de afilar, la humedecía en el agua que llevaba en un viejo latón cilíndrico tiznado, y repetía la misma operación, la pasaba una vez y otra alternando una cara y el envés de la hoja, siempre siguiendo la misma dirección.
Una vez que había terminado, ensamblaba el corte sobre el mango de madera con la ayuda de un aro y una cuña metálica, finalmente repasaba el pequeño rastrillo que hacía que la mies quedase alineada en carreras, no todas las dallas llevaban este complemento.