Con el despertar del campo en la primavera, llegaban los primeros cortes de alfalfa. Mi padre desmontaba con presteza la guadaña y colocaba la hoja acerada bajo la candente fragua del sol, hasta que el metal quemaba al tacto de sus curtidas manos como los rescoldos del hogar. Era entonces cuando clavaba la inclusa en el buro cobrizo de la era y se sentaba sobre un saco de cáñamo pasando una pierna por cada lado del pequeño yunque, sobre el cual colocaba la hoja de la dalla y la iba martilleando rítmicamente para sacarle el filo. Se escuchaba con gran estrepito el eco metálico reverberar entre los muros de piedra arenisca de los pajares.
La guadaña iba y venía devorando la alfalfa con su voz ronca, se respiraba su almizcle dulzón a heno entre el sigiloso aleteo de alguna mariposa. De vez en cuando le pasaba la piedra de afilar para poner la tilde sobre su filo.
Se dejaba la hierba a secar bajo el titilar del cielo azul tras la pupila del sol, que acercaba la Sierra. Cuando ya no tenía correa, era entonces cuando yo le ayudaba a amontonar las carreras en gavillas y estas las agrupaba en fajos que los ataba con fendejos de esparto como había hecho mi abuelo, ya solo faltaba cargarlos en el remolque con una horca de madera de almez.
José mariano seral
Fragancia a hierba recien cortada
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