El ocho de enero yo y mis compis de vivero nos despertamos sobresaltados, tras abrirse la cancela de forjado clásico, irrumpió con gran estruendo una cuadrilla de operarios con chalecos reflectantes y sus excavadoras y pequeños camiones. Tras media hora de trabajo vi como pasaba de estar en posición vertical a horizontal, no voy a decir que me amordazaran porque me trataron con mimo, pero terminé encintado como si fuese un pino de Navidad. Yo me dije:
– ¡Tilo tranquilízate!, no llevan hachas, ni sierras mecánicas, nada malo te puede ocurrir.
Unos minutos después con la ayuda de una pluma me cargaron en el camión y me ataron a la caja, debo suponer que para que no me cayese durante el trayecto, porque escaparme aunque era mi deseo no me era posible. Apenas me dieron tiempo para despedirme de los manzanos, membrilleros, olivos …ni de Ernesto ,el dueño del vivero, que con tanto cariño nos trataba, nunca nos faltaba el abono por primavera, ni el agua en verano, ni la poda en febrero.
Tras recorrer alguna carretera comarcal y alguna autovía, me percaté de que me mandaban a la gran urbe, al igual que Ernesto mandó a sus hijos a Zaragoza a estudiar.
Hubiera preferido seguir viviendo en el campo, o en algún pequeñito pueblecito, pero debo reconocer que aquí la distracción no me falta.
En otoño ya tengo pensado echar las hojas al viento y viajar por mi amado campo.
j. mariano seral
Echar raíces en la ciudad
Comentarios desactivados en Echar raíces en la ciudad