Recuerdo que mi padre dedicaba en algunas campañas la mitad del Giscal al cultivo de los alfalces. Por estas fechas, si el tiempo acompañaba se podía hacer un corte, se sentaba sobre las gramíneas del ribazo y clavaba la inclusa en la tierra, dejaba la hoja de la guadaña al sol para que se calentase como la reja en la fragua, luego la martilleaba rítmicamente sobre el pequeño yunque, con templanza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, reverberaba el eco metálico en el pequeño valle acallando el cascabeleo del arroyo y el canto del cuco.
La guadaña iba y venía con su voz ronca segando la alfalfa. De vez en cuando le pasaba por la hoja la piedra de afilar para afinar el corte, como el guitarrista que tensa las cuerdas para afinar el tono. Se respiraba el embriagador almizcle a hierba recién segada. El sol con su aliento de dunas de desierto la secaba, pocos días después yo le ayudaba a hacer gavillas con un rastrillo de madera de nogal, luego se las daba a mi padre, estando atento de que no tuviesen camuflado algún cardo de los que cosen con sus agujas exclamaciones de dolor, que con un fendejo de esparto las ataba en fajos.
José mariano seral