Presuroso, he alzado mis pupilas a los balcones de barro de la morada de las oscuras golondrinas. Mi padre siempre decía con tono festivo que regresaban por San José, como vaticinio de la llegada del buen tiempo y del renacer del campo. Pero este año todavía no se escuchaba sus alegres trinos y sus cabriolas cortando el aire en el viejo aprisco ajardinado de mi pueblo, resignado, me he dicho, habrá que esperar al fin de semana que viene, en esta vida siempre hay que ser paciente.
Al ver el campo que comienza a vestirse con su colorista clámide primaveral, sé que pronto volverán las oscuras golondrinas con sus versos al viento. La aliaga con su belleza amarilla tras la celosía de la espina de la aguja, el aromático romero azul…al admirar las florecillas entre las gramíneas, me ha recordado la camomila, que crecía espontáneamente, sin sembrarla, en un óvalo entre el verde cereal, como si fuese una claraboya con vistas a la luna blanca, de la cual péndula una jardinera floral. Mis padres la recogían, yo les ayudaba a recolectar la delicada manzanilla enfundada en su guante de suave tacto. Una vez en casa, se extendían en la cálida solanera en unos mandiles para que se secasen al sol, como si fuese el lienzo de los girasoles de Van Gogh. Con un cedazo se separaban los pétalos blancos de los estambres amarillos, que se guardaban en el granero impregnándolo de un almizcle dulzón.
j. mariano seral
Camomila
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