Una lectura de recuerdos de niñez

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Al atardecer, en lontonanza se escuchaba el repique campanil quedo de las esquilas, como preludio de la llegada del rebaño a la majada. Alguna de las ovejas madres erraba de aprisco y era menester ir a buscarla con el corderito como reclamo, que al escuchar sus balidos, presta acudía al feliz reencuentro.
Con las primeras luces del alba blanca, el pastor del pueblo soltaba a pastar en los rastrojos al rebaño. Los corderillos se quedaban en el aprisco entre la mullida paja dorada de trigo. Yo contemplaba su inocente ir y venir desde mi recién estrenado columpio, que lo había atado mi padre con dos maromas al travesaño del cubierto.
A alguno de los corderillos era necesario darle el biberón como si fuese un recién nacido, ya que su madre no lo podía amamantar por quedarse sin leche, ellos, mientras, te miraban con ternura con sus ojitos de azabache brillantes como luciérnagas en la noche. Después les dábamos de comer a las gallinas. -¡Titas, titas! – las llamaba desde un extremo del corral, ellas salían alegres del gallinero, con paso acelerado, cacareando, mientras yo lanzaba al aire puñados las semillas de maíz y cebada de un pozal de hojalata, como si fuesen verbos en una oración que las ponían en movimiento. Tras el festín sumergían sus picos en la pileta del agua, como yo mis pupilas en mis lecturas, que las levantaba para contemplar los quiebros y requiebros de las golondrinas con sus trinos, cuando entraban en sus nidos de barro.
José mariano seral